TODAS
LAS HORAS IGUALES
Un
cuarto, dos camas, tres noches que llegamos.
Cuatro
meses dando vueltas sin diagnóstico, cinco especialistas opinando del
caso.
Seis
días sin ir al trabajo. Me dijo el Señor que ya no vuelva, que tuvo que llamar
a otra, que no puede estar con la casa hecha un desastre.
–El control remoto
está roto, no se apaga –avisa la enfermera–. Si quiere, se lo desenchufo, al
tele.
“Debe ser cordobesa,
que le dice así”, pienso.
–No, está bien,
déjelo así, encendido nomás –le digo. Es la única manera que tengo de
diferenciar una hora de otra, de sentir que avanza el tiempo.
Dicen que siete
vidas tienen los gatos, ocho rosarios rezo cada noche para que vos, por
lo menos, tengas esta. Nueve intentos para ponerte el suero, sos
flaquita, tus venas ya parecen de papel.
En
la tele, un pastor vende arena de Israel que cura a los enfermos y hace caminar
a los paralíticos.
Diez
veces aumentó la comida este año, y mi sueldo, ninguna. Once estaciones
en tren, para que puedan verte un ratito los abuelos.
-Ojalá que no nos
agarren las fiestas acá, y podamos brindar ya juntos todos en casa, cuando den
las doce,, dijo el papi apenas entró al cuarto.
En
la tele, en una novela mexicana, la hija de la mucama se salva casándose con el
niño rico, hijo de la patrona.
Trece
años recién cumplidos, tanta expectativa con la secundaria. Catorce
semanas sin clases, por una escuela que explotó en pedazos y se llevó, por los
aires, dos vidas. Todavía no lo podemos creer. La perturbadora noción de que
somos un hilo que en cualquier momento se puede cortar.
En
la tele, un cocinero cocina en la playa y una modelo le sirve vino en la boca.
Quince
años cumplió la prima. Por suerte postergó la fiesta para más adelante. Dieciséis
días sin llover. Al parecer hace un calor espantoso afuera. Acá estamos como
adentro de un paréntesis, por eso prefiero la tele día y noche a la nada misma.
O sea, a todas las horas iguales.
En
la tele venden una faja mágica que achica las caderas y la panza.
Diecisiete
años tenía la primera vez que probé el amor además de con la boca, dieciocho
recién cumplidos cuando te parí, un diecinueve de enero. “Que ya
no estemos acá para tu cumpleaños, por favor, Dios te pido”, pienso.
En
la tele una vedette se agarra de los pelos con una panelista.
Veinte
horas sin dormir seguido, el agujero del hambre me despierta, pero ya me da
vergüenza pedirle de nuevo a la enfermera. Ando con sueños raros. Dormito unos
minutos y ya sueño. Me acuerdo que soñé que juntábamos latas para cambiarlas
por útiles y, cuando nos entregaban la bolsa, adentro había conejos. Se me
escapaban por todo el patio, yo me desesperaba, entonces de pronto estaba en
una iglesia abandonada. En el centro de la iglesia había una fuente que tenía
sangre en vez de agua, yo levantaba la vista y el sagrado corazón me miraba y
lloraba. Entonces me pasaba un conejo por la espalda, como un escalofrío. Lo
perseguía y saltaba, saltaba hasta que se quedaba dormido debajo de un sauce. Y
las ramas del sauce me acariciaban, con el viento. Y yo pensaba que quizá los
sauces nunca estuvieron llorando, sino que nos estaban abrazando.
En
la tele un señor explica que la luna está en Escorpio, por eso la gente anda
irritada y con insomnio.
Veintiún
siglos y la humanidad sin poder amarse como hermanos, como nos pidieron. Veintidós
le jugó papi a la quiniela, porque el de la camilla de al lado habla cosas
raras, que nos hacen reír. “No es él el que habla, es la morfina”, explicó
la enfermera. Veintitrés mil pesos me había pasado el plomero de
presupuesto para hacer de nuevo todos los desagotes. Así que veinticuatro gotas
de lavandina por cada diez litros por las dudas, y lavando los platos en un
balde para que no rebalse la cámara séptica y se me inunde toda la cocina.
¿Habrá sido todo culpa del agua, que estaba mala?
En
la tele muestran los inundados de Corrientes y un hombre que se hizo un bote
con la puerta de su casa.
Veinticuatro
horas para la operación, veinticinco flores diferentes le llevé a la
virgencita de Itatí. Le hice juntar a la mami, que no vaya a faltar las fucsias
de la santa rita. Esas sí o sí, por más que te pinchen las espinas. Ya le pedí
a ella, que es la patrona de los imposibles. Que así como te da, te quita, pero
que a mí no me preocupa, porque a esta altura ya no me pueden quitar nada,
porque nada tengo. Veintisiete días lleva “el loco” de al lado acá
internado, y todavía no lo visitaron, nos contó la enfermera. Veintiocho
lunares en tu piel, miro tu pelo de arena, tus ojos de almendra. Veo las nubes
negras cargadas por la ventana, pero, antes, se larga el chaparrón en mi alma.
Siento las lágrimas que caen por mis mejillas, pienso qué tonta fui, tantas
veces pude sonreír estando juntas. Sin embargo, siempre preocupada, siempre mi
cuerpo en un lugar y mi cabeza en otro lado.
En
la tele muestran cómo ahorrar comidas preparando ropa vieja con los restos.
Se apaga la luz del
pasillo, me doy vuelta en la silla, cierro los ojos, veo un cielo lleno de
lucecitas. Un viento me refresca la cara y me va meciendo de a poco. Siento que
alguien me sopla y vuelo, como cenizas. De golpe me caigo, me despierto, no sé
dónde estoy hasta que escucho tu respiración que se agita en la oscuridad.
Salgo corriendo a buscar a la enfermera, me tropiezo con la cama de al lado, me
golpeo el dedo chiquito, pego un alarido que despierta al loco y grita, grita
desaforado. Siento tus pupilas asustadas, buscando respuesta en el vacío. “Ya
está, mamita, ya viene, tranquila”, te digo al
oído y, vaya a saber por qué, te canto “Osana en el cielo” hasta que llegan las
enfermeras.
En
la tele una señora explica que todo lo malo que nos pasa es porque lo elegimos,
porque lo atraemos con pensamientos negativos. Que el que no es feliz, en realidad, es porque no
quiere.
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